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Váyase a Doñana

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Tórrida tarde de agosto en Huelva. Tuneada para la ocasión —estilo que mi vástaga bautizó como Barbie Seprona— me dispongo a morir desintegrada entre matorrales por el calor almonteño. Son las cinco de la tarde y si no fuera porque una considera que el coto bien merece una pájara, la preocupación en la cara de los que me rodean me hacen dudar de si no será éste un suicidio ecofriendly. Intentando evitar las consecuencias de tal hazaña me acomodo en la ventanilla de un autobús todoterreno que data de cuando el parque se hizo nacional y el aire acondicionado aún estaba por democratizar. Consciente de que la aventura en pantalón corto iba a servir a mis piernas en bandeja a los mosquitos, comienzo la travesía calculando la hora de cierre de la farmacia más cercana. Con el estrés en el cuerpo y el after bite en la mente, recorremos a toda velocidad la orilla de la playa más larga de España dejando huellas XXXL que se van mezclando con las dejadas por los ciervos, corzos, zorros y jabalíes que cuando cesa el ruido se acercan al mar con la misma actitud que usted y yo al Mercadona.

No es lo mismo ser animal en Doñana que en Barajas, no lo es. Primero las gaviotas y los correlimos, luego los astados y cochinos. Y siempre presente un animal que no se ve y que lo impregna todo de basura: el hombre. Latas, botellas, y un sin fin de plásticos multicolores van mancillando la arena virgen hasta llegar al summum de la porquería humana: una lancha para el narcotráfico. A orillas del río Guadalquivir, el poblado de la Plancha con sus chozas hechas de ramas y maderas de árboles cercanos, rememora cómo se vivía cuando vivir no costaba tanto, mientras entre montañas de arena y dunas infinitas aparece Las Marismillas, otro tipo de poblado, que nos recuerda la querencia del ser humano a complicarse la existencia. De nuevo veo el palacio porque no hace mucho estuve aquí, a sus puertas, como una fan haciendo noche para un concierto, pero en otras condiciones físicas, psíquicas y etílicas. Las barras de su valla ya no tienen caballos amarrados, ni las carriolas colorean el verde y pálido paisaje.

Las Marismillas se ve como el palacio de Linares, sin gente pero con espíritus. Por fuera no es gran cosa, su estilo colonial británico recuerda aquello de yo tenía una granja en África y por dentro, las 55 ventanas que Begoña Gomez cubrió de 8.000 euros en mosquiteras lo confirma, es una casa africana. Tiene 18 habitaciones con sus respectivos baños, todas con nombre de pájaros salvo la presidencial y la de Tony Blair, que no significa que en algún momento no lo fueran. La mansión tiene aciertos como esa mesa de cinco metros en una sola pieza de caoba cubana que preside el comedor y también desaciertos como el césped de la entrada que se ha convertido en el Portaventura de los insectos de la zona —idea, dicen, de Ana Botella, que demostró por partida doble que los suelos no son lo suyo al poner, también, moqueta en toda la casa—.

«Mantener la infraestructura en seguridad para cualquier visita institucional nos ha costado más de dos millones de euros»

En esta legislatura sólo mantener la infraestructura en seguridad para cualquier visita institucional nos ha costado más de dos millones de euros, además de los 200.000 que en 2019 Sánchez en funciones se gastó para ponerla a punto sin saber si sería investido; los 335.000 de 2021 para reformar los elementos deteriorados; los 21.000 de cuatro generadores a gasoil y los más de 24.000 con cargo a los fondos europeos que ha costado el dispositivo que convierte la humedad del aire en agua potable.

Demasiado nos estamos dejando en este antiguo pabellón de caza donde pegaron sus tiros, entre otros, Alfonso XIII, Franco y de su mano, un pipiolo Juan Carlos I. Y donde, sin muerte mediante, salvo la que te puede dar la temperatura en días de canícula, pasearon detrás de los animales, Gorbachov, Mitterrand y Blair —al que se le vio brindar por la Paz del Ulster con manzanilla de Sanlúcar—. Me los imagino en ese enorme comedor comiendo tortillitas de camarón, refrescándose en la piscina apartando las avispas semiahogadas y compartiendo la arena con las tortugas moras. Me toca tirar de imaginación porque no hay nadie.

Sánchez no quiere sufrir de nuevo los sofocos de Bajo de Guía ni quiere cruzarse con los agricultores de la zona a los que demonizó por usar la misma agua que él saca del acuífero para acoger a sus invitados. En fin. Arranca el autobús y dejamos atrás las Marismillas. Ahí se queda esa otra fauna que de vez en cuando también habita Doñana. Creo que me van a cerrar la farmacia.


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